lunes, 2 de noviembre de 2015

EL TEATRO DEL SIGLO DE ORO

VIENDO UN CORRAL DE COMEDIAS

El teatro era una actividad muy deseada en el Siglo de Oro. Desde Pascuas hasta Carnaval, menos los que median entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Resurrección, había teatro. A la gente le gustaba ir al teatro, y estaban esperando que comenzara la temporada para acudir a las representaciones que se publicitaban. Al principio sólo había teatro los domingos. Luego también los jueves y en la época de Felipe IV, todos los días. 
            Después de salir el teatro de las iglesias, y después de haber ocupado las calles y las plazas, el teatro comienza a encerrarse en los patios interiores de las casas, en los que se levantaba un tablado (el escenario). No eran, ya lo ve, edificios construidos adrede para ser teatros, sino que aprovechaban los patios interiores de varias casas de vecinos. Era la manera de convertir la actividad teatral en empresarial, pues en ese lugar cerrado ya era posible cobrar por asistir a la representación. Eran patios cuadrangulares rodeados de las fachadas de las viviendas con balcones y ventanas.
            En este espacio, corral todos los días del año, se instalaba en la cabecera un tablado, que hacía las veces de escenario. Solía tener un tejadillo y tres niveles. En el principal se realizaba la representación. Sobre el superior, que daba a la balconada del primer piso, se colocaba la poca tramoya de la representación. A veces desde allí actuaba algún actor. En la parte inferior del escenario estaba el foso, del que se valían para algunos efectos (apariciones y desapariciones de personajes) con sus trampillas.  Como la representación comenzaba muy temprano (las 2 era buena hora en invierno, las 3 en otoño y primavera, y las 4 en verano) solían cubrir el espacio con grandes lonas para evitar el sol y la lluvia. 
            El resto de los espacios estaban ocupados por un público diverso, heterogéneo, incluyendo desde artesanos, comerciantes, truhanes, soldados de fortuna hasta miembros del clero, nobles e incluso los propios Reyes. Los aposentos de las casas que daban al patio, estaban destinados a las gentes principales, que desde los desvanes y los pisos mas altos, normalmente no mas de 3 ó 4 alturas, podían asistir a través de celosías a la representación, sin ser vistos por el publico general, que ocupaba el patio, desde donde, de pie o sentados en unas gradas asistían a la representación. En el nivel mas alto, denominado la “tertulia”, con no mas de 40 asientos por lo general, se solía acomodar el clero, allí se encontraba también el llamado “aposento de Madrid”, reservado a los Corregidores o Alcaldes, así como la “galería alta” reservada a los miembros del Consejo de Castilla.

En fin, al teatro acudían todos los grupos sociales, y cada uno se había de colocar en un distinto lugar. Se trataba de un público muy disperso, que necesitaba que los actores continuamente llamaran su atención, con ruidos, músicas, bailes. Ni un momento podían estar desatentos que recurrir a otros procedimientos para avisar a la audiencia de que comenzaba la representación: ruido inicial, música.
El resto del público estaba en el patio (todavía hoy hablamos de patio de butacas). Los hombres se sentaban en bancos corridos sin respaldo que se situaban a los pies del escenario. Detrás de ellos, y siempre de pie, se situaban los mosqueteros, que con sus capas, sus espadas, sus aplausos, sus gritos, sus risas, sus silbidos, y la gallofa que habían recogido por la calle, podían conseguir que la obra fuera un éxito o un fracaso.

            Al fondo, frente al escenario, se construía un palco para las mujeres, que estaban tan apretadas como si estuvieran metidas en una jaula o cazuela, de ahí su nombre. Llegaban al corral por entradas distintas a las de los hombres. Las mujeres de la cazuela eran muy alborotadoras y no en pocas representaciones originaban disputas y riñas. Los alguaciles intentaban mantener el orden. Estas mujeres eran apretadas en la cazuela por el apretador, que así conseguía que cupieran más y, así, aumentar los ingresos.
            Como cada espectador se situaba en un lugar distinto, todos pagaban al entrar una cantidad idéntica y, conforme se colocaban en el lugar que les correspondía  por su condición, luego abonaban el resto.
            Al  teatro se iba a ver la representación, en la que se comía y bebía. A un lado, solía estar la alojería, pues se despachaba aloja y frutos secos. 
            Estos corrales de comedias eran regentados por las Cofradías (y luego por los ayuntamientos), que alquilaban los locales y encargaban al autor, director de la compañía, de organizar las actividades en el corral. Había que conseguir que el público guardara silencio, por lo que comenzaba la representación con una loa, un poema que buscaba ganarse al público. También solían contar en las loas el argumento de las obras. Luego comenzaba la obra, que se representaba en tres actos (jornadas también se llamaban). 
            Entre acto y acto había que seguir entreteniendo al público mientras se cambiaban los decorados, o se recobraba el aliento. En ese entreacto se representaba un entremés, que tanto gustaban al público porque trataban temas de actualidad en un tono distendido. 
            En el entreacto siguiente se hacían bailes atractivos para el público, que éste seguía palmeando siguiendo el ritmo. Terminaba la obra con otro entremés o con una jácara ( lo rufianesco era lo que le caracteriza), o se disfrazaban los actores en divertidas mojigangas. 

EL CORRAL DE COMEDIAS DE ALMAGRO


Arturo Pérez Reverte es autor exitoso que todos conocemos. Su Capitán Alatriste  es una novela leída y filmada, con más o menos éxito.  En el capítulo décimo, el narrador, junto con Alatriste y otros acude al corral del Príncipe a la representación de El Arenal de Sevilla, de Lope de Vega. Como es lógico allí suceden algunas cosas de la novela. Pero también nos muestra, con detalle, cómo era una representación teatral. Leamos: 


Caí en la trampa. O, para ser más exacto, cinco minutos de conversación bastaron para que ellos urdieran la trampa. Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace siglos. Decidir quiénes son los auténticos responsables de todo eso ya es otra cuestión que llevaría largo rato discutir; y éste no es lugar ni oportunidad para ello. Podemos resumirlo diciendo, por ahora, que de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de Alquézar estaba dotada en grado sumo.

Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe, su recuerdo en la ventanilla de la carroza negra, bajo las gradas de San Felipe, me desazonaba como cuando durante una ejecución musical que parece perfecta descubres una nota o un movimiento inseguros, o falsos. Me había limitado a acercarme y cambiar unas palabras, fascinado por su cabello rubio en tirabuzones y su misteriosa sonrisa. Sin bajar de la carroza, mientras una dueña se ocupaba de comprar algunas cosas en las covachuelas y el cochero permanecía inmóvil junto a las mulas, sin molestarme -cosa que hubiera debido ponerme sobre aviso, Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste, al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo confieso. Aquellos ojos muy azules y muy abiertos que parecían escuchar asombrados me alentaron a contar más de la cuenta. Hablé de Lope, a quien acababa de conocer arriba en las gradas, como de un viejo amigo. Y mencioné el propósito de asistir, con el capitán, a la representación de la comedia El Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo. «Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. Y ella me miró divertida, sin decir palabra, durante un rato tan largo que me sentí transportado a las puertas del Paraíso. Después vino el ama, reparó en mí el cochero, alejóse el carruaje, y quedé inmóvil entre la gente que iba y venía, con la sensación de haber sido arrancado, paf, de algún lugar maravilloso. Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación -a ninguna jovencita de buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad de la calle- empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al borde de algo peligroso y desconocido. Y llegué a preguntarme si aquello guardaría relación con los accidentados sucesos de unos días antes. De un modo u otro, cualquier vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía descabellado. Y por otra parte, la perspectiva de asistir a la comedia de Lope restaba claridad a mi juicio. Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.

Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lopeeran queridos y respetados por la gente; y la popularidad de actores y actrices era inmensa. Cada estreno o reposición de una obra famosa congregaba al pueblo y la corte, teniéndolos en suspenso, admirados, las casi tres horas que duraba cada representación; que en aquel tiempo solía desarrollarse a la luz del día, por la tarde después de comer, en locales al aire libre conocidos como corrales. Dos había en Madrid: el del Príncipe, también llamado de La Pacheca, y el de la CruzLope gustaba de estrenar en este último, que era también el favorito del Rey nuestro señor, amante del teatro como su esposa, la reina doña Isabel de Borbón. Por más que el amor teatral de nuestro monarca, aficionado a lances juveniles, se extendiese también, clandestinamente, a las más bellas actrices del momento, como fue el caso de María Calderónla Calderona, que llegó a darle un hijo, el segundo donjuán de Austria.

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