La
economía familiar había recibido un duro golpe. El negocio de mi padre había quebrado,
casi no había trabajo y el país estaba al borde de la quiebra. Aquel año teníamos
un árbol de Navidad, pero no teníamos regalos. Sencillamente, no podíamos permitírnoslo.
En Nochebuena todos nos fuimos a la cama con los ánimos bastante bajos.
Pero lo
increíble fue que, al despertarnos la mañana de Navidad, nos encontramos con un
montón de regalos bajo el árbol. Intentamos mantener la calma durante el desayuno,
pero acabamos con él en tiempo récord.
Entonces
comenzó la diversión. La primera fue mi madre. Todos la rodeamos llenos de
curiosidad y, cuando abrió su paquete, vimos que le habían regalado un viejo
chal que “había perdido” hacía ya muchos meses. A mi padre le tocó un hacha con
el mango roto. A mi hermana, sus viejas zapatillas de andar por casa. Uno de
los chicos recibió unos pantalones remendados y arrugados. A mí me tocó un
sombrero, el que yo creía haberme dejado en un restaurante, allá por el mes de
noviembre. Cada una de aquellas cosas desechadas representó una total sorpresa.
Al poco rato nos entró tal ataque de risa que apenas podíamos desatar el lazo
del siguiente paquete. Pero ¿de dónde procedía tanta generosidad? Todo había
sido obra de mi hermano Morris.
Durante
muchos meses había estado escondiendo en secreto cosas viejas que él sabía que
no echaríamos de menos. Entonces, en Nochebuena, después de que todos nos hubiésemos
ido a la cama, había envuelto los regalos y, silenciosamente, los había colocado
bajo el árbol.
Recuerdo
aquella Navidad como una de las más bonitas de mi vida.
Paul Auster, Creía que mi padre era Dios, 2002
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