jueves, 26 de noviembre de 2015

Estamos ya en el capítulo XLVII y en él se está preparando ya la vuelta a casa de don Quijote. Pero se cierran aquí y acaban otras historias.

CAPÍTULO XLVII
Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la Mancha1, con otros famosos sucesos 

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El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del Curioso impertinente y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos, que pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y, así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
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En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo, y que él asimesmo le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida y suceso de don Luis y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
(...)
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro. Y la orden que llevaban era esta: iba primero el carro, guiándole su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.

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